Aunque no soy admirador de Donald Trump por su retórica divisiva, su liderazgo errático y su desprecio por las instituciones multilaterales, una de sus políticas —sus agresivos aranceles a las importaciones chinas— podría abrir, de manera inesperada, una ventana de oportunidad para América Latina. Aunque estos aranceles nacen de instintos proteccionistas, podrían catalizar una reorientación de las cadenas de suministro globales, dando a los países latinoamericanos la posibilidad de recuperar relevancia industrial, fomentar un crecimiento sostenible y abordar desigualdades históricas.
La respuesta de Trump, implementada durante su primera presidencia y ampliada en su segundo mandato, ha sido imponer aranceles de hasta el 250 % a una amplia gama de productos chinos, desde textiles hasta componentes electrónicos. Su argumento es que la competencia desleal de China —subvencionada por el Estado y respaldada por prácticas como el dumping (exportar a precios artificialmente bajos)— daña a las economías occidentales. Aunque la estrategia del Republicano es controvertida, y muchos economistas advierten sobre sus riesgos inflacionarios, está forzando a las empresas multinacionales a reconsiderar su dependencia de China como centro manufacturero.
Aquí es donde América Latina podría encontrar su oportunidad.
La región cuenta con ventajas estructurales que la posicionan como una alternativa viable. Su proximidad geográfica a Estados Unidos, el mayor mercado consumidor del mundo, reduce costos logísticos y tiempos de transporte en comparación con Asia. Además, tratados de libre comercio como el T-MEC (México, EE. UU. y Canadá) y acuerdos bilaterales con países como Chile y Colombia facilitan el acceso a mercados clave. México ya ha capitalizado esta tendencia: en 2023, superó a China como el principal proveedor de bienes a EE. UU., impulsado por la relocalización de fábricas (nearshoring). Otros países, como Brasil, Costa Rica y Perú, podrían seguir este camino si invierten en infraestructura y formación laboral.
Sin embargo, la oportunidad no se limita a captar industrias desplazadas de China. Los aranceles ofrecen a América Latina la posibilidad de revitalizar sectores locales que han sido aplastados por la competencia china. En Colombia, por ejemplo, los productores de textiles y calzado podrían recuperar terreno si los gobiernos implementan políticas de apoyo, como incentivos fiscales o acceso a crédito. En Argentina y Brasil, la industria del cuero y la confección, que alguna vez fueron pilares económicos, podrían resurgir. Este renacimiento industrial no solo generaría empleos, sino que también fortalecería la identidad cultural al proteger productos tradicionales frente a las copias chinas.
Además, América Latina tiene la chance de diferenciarse de China en un aspecto crucial: el respeto por los derechos laborales y ambientales. Mientras China reprime sindicatos y explota a sus trabajadores, países como Costa Rica y Uruguay han avanzado en regulaciones laborales progresistas. Si la región combina estas prácticas con estándares ambientales más estrictos, podría atraer empresas globales que enfrentan presión para adoptar cadenas de suministro éticas. En un mundo donde los consumidores y los inversores valoran cada vez más la sostenibilidad, este enfoque podría ser un diferenciador clave.
Por supuesto, no todo es optimismo. Los aranceles de Trump, si se aplican de manera indiscriminada, podrían encarecer los bienes de consumo en América Latina, donde muchas economías dependen de importaciones chinas baratas. Además, la región enfrenta desafíos internos: corrupción, inestabilidad política y deficiencias en infraestructura podrían disuadir a los inversores. Para aprovechar esta oportunidad, los gobiernos latinoamericanos deben actuar con visión estratégica, fortaleciendo la educación técnica, modernizando puertos y carreteras, y promoviendo la estabilidad macroeconómica.
Opinión de Guillermo Farit Padilla ‘Guillo’ @codiguillos en X.