Desde los diecisiete años dejé de ir al Salón del Reino de los Testigos de Jehová.
Cuando cumplí cuatro años, mis padres se convirtieron, así que técnicamente crecí bajo la doctrina de esa religión estadounidense fundada a finales del siglo XIX.
¿Y qué tiene que ver la muerte con esta introducción?
Porque, entre otras cosas, crecí oyendo hablar sobre la muerte.
La muerte como castigo.
La muerte como única forma de pagar los pecados.
Y, por supuesto… la vida, la vida eterna, como recompensa.
Los Testigos de Jehová creen que se acerca el Armagedón y que Jehová castigará con la muerte a los malvados, mientras que ellos —los que conocen “la verdad” acerca del Dios auténtico— obtendrán la salvación y, con ella, la vida eterna en el paraíso.
Y yo, por supuesto, me sentía un sabelotodo. Creía saber lo que realmente ocurría cuando moríamos. Que todos los muertos resucitarían en el Paraíso y que ahí tendrían una segunda oportunidad para rendirse ante Jehová.
No sé por qué —quizás por mi naturaleza pecadora— pero cada vez que iba al Salón del Reino y hablaban de la muerte como castigo para los pecadores, sentía una espinita clavada en el pecho, como si me estuvieran señalando. No me sentía merecedor de esa vida eterna por mis pensamientos impuros, mis dudas, mis silencios.
Y claro… los Testigos decían que el Armagedón estaba a la vuelta de la esquina. Casi que quedaba un mes para que llegara. Por eso la paranoia aumentaba y había noches en las que despertaba sudando, aterrorizado, imaginando mi muerte desgraciada y espantosa por ser un pecador indigno de la vida.
Por eso un buen día le dije a Jehová que ya no iba a seguir viviendo con miedo. Y que si él me iba a destruir, ese era su problema, no el mío. Desde entonces, dejé de ir al Salón del Reino, a pesar de los rayos y centellas que cayeron.
Sin embargo, luego de doce años, entiendo la necesidad humana de creer en algo, aunque sea a ciegas. La vida es más llevadera cuando se cree en algo.
Yo soy incrédulo. Me cuesta creer en las religiones, en la ciencia, en los políticos, en la gente. A veces hasta dudo del cariño de los perros. Dudo cuando me dicen que hay una vida después de esta; dudo de la resurrección, dudo cuando me aseguran que no hay nada más tras la muerte. Dudo del cielo y del infierno.
Pero tampoco soy ateo.
No me atrevo a afirmar ni a negar nada que no pueda probar.
Si pudiera elegir, elegiría la nada. ¿Otra vida? No, gracias. ¿Ir al cielo? Muy aburrido. ¿Ir al infierno? Demasiado calor, paso. ¿Resucitar y volver a ser yo? Qué pereza. En cambio, en la nada no se sufre ni se siente. Se descansa.
Pero claro… no se trata de lo que yo elija. Será lo que tenga que ser.
Y estoy listo para enfrentar lo desconocido.
Ya ese monstruo de la muerte no me asusta. Si morirse fuera tan malo, habría osamentas saliéndose de sus tumbas para advertírnoslo.
Eso sí, mientras haya vida, hay esperanza.
Y mientras haya esperanza, seguiré levantándome cada día, con las dudas a cuestas y la frente en alto, a enfrentar esto que, por ahora, seguimos llamando vida.
Guillo @codiguillos